Nuestra vida se había reducido a evitar contagiarnos. Mientras tanto, el tiempo pasaba esperando a tener que salir solo para aprovisionarnos de lo básico. El valor de las cosas había cambiado considerablemente. Al principio, la gente recurría al dinero y al trueque de bienes materiales. Luego, a consecuencia del encierro, algunos empezaron a comercializar las claves de sus plataformas de streaming a cambio de hacerse con una mascarilla.
Cuando la red se saturó y las conexiones empezaron a fallar, de poco o nada sirvió tener un smartphone de última generación o la mejor Smart TV del mundo. Poseerlos no te servía de nada, ¡total, no podías salir y tampoco podías conectarte!
Netflix, HBO, Disney+ o Movistar cayeron como moscas. Al principio, las acciones de estas se dispararon, la gente se volvió loca y comenzó a consumir contenidos de manera masiva, lo que provocó una revalorización de las acciones en Bolsa. Pero, todo lo que sube como la espuma, lamentablemente baja, y como era de esperar cuando las conexiones fallaron los días de gloria terminaron también para los reyes del contenido bajo demanda.
Lo peor no fue quedarse sin ver Netflix. Lo peor que trajo consigo el apagón digital fue la desconexión que conllevó. Cortar ese hilo de comunicación que teníamos con el mundo, ese hilillo que nos daba la vida a todos, que nos hacía sentirnos menos solos, que nos conectaba con nuestra vida anterior y nos permitía ver los rostros y hablar con los seres queridos que estaban al otro lado del muro digital. En tiempos de cuarentena, el famoso “phone wall” que antes criticábamos por separarnos aun estando juntos, se había convertido en oxígeno para nuestros pulmones sanos. En una bocanada de aire fresco en formato digital, a falta de poder respirarlo de verdad entre los cuatro muros que nos rodeaban día y noche.
Sin internet, salir a la calle se convirtió en una experiencia peligrosa. El día que la conexión se cortó se asemejó al momento traumático que supone el nacimiento para los fetos. Nos cortaron el "cordón umbilical", desvinculándonos de lo que hasta entonces había sido como “nuestra madre”, ese mundo hasta entonces conocido.
Comencé el ritual como todos los días antes de salir hacia el hospital. Primero me lavé las manos con unas gotas de jabón lavavajillas, ya no me quedaba de manos, y hacía meses que el gel hidroalcohólico solo existía en mis sueños. Después de frotarme a conciencia, repetí mecánicamente dos veces la canción de cumpleaños feliz en mi cabeza para controlar el tiempo exacto que debía durar la desinfección de manos, un truco que se hizo viral al principio de la cuarentena. Después, sin desviar la atención un segundo, procedí a cubrirme el rostro con mi última mascarilla. Ni más, ni menos que una FFP3 ¡todo un lujazo! La única que protegía en un 95% contra el coronavirus. La había estado conservando durante meses en el hospital, era un privilegio que solo algunos sanitarios habíamos podido conservar. El siguiente paso para salir eran las manos, luego los ojos y por último el resto del cuerpo. Hacía meses que carecíamos de material apropiado, asi que cada uno se cubría como podía. Tras finalizar el tedioso ritual, me dispuse a salir de casa en dirección al hospital.
Doblé la calle, nadie. Continué a paso ligero, superando el primer tramo de la “zona cero”, la que hay entre mi calle y la vía principal. Comencé a subir la avenida pegándome a la pared. El objetivo era evitar ser vista por los centenares de ojos que se escondían detrás de las cortinas echadas. Sabías que ahí estaban, podías sentir el peso de su mirada sobre los hombros. Las calles se habían convertido en una especie de Coliseo romano del siglo XXI, los edificios, eran especies de colmenas llenas de ojos que observaban lo que sucedía en las desérticas calles, como si tu fueras el gladiador a batir en la arena, y todos ellos estuvieran expectantes y sedientos de acción.
Y entonces, sucedió. Dos chicos jóvenes se abalanzaron sobre mí. Uno de ellos, el más mayor y corpulento me cortó el paso amenazándome con un cuchillo de grandes dimensiones. Llevaba la cara tapada por una braga militar y de su rostro, solo podía ver sus ojos. Unos enormes ojos verdes, que en otro tiempo debieron de ser hermosos, pero que hoy lucían apagados, azotados por el miedo. El joven se acercó intimidador, firme y seguro de lo que estaba dispuesto a hacer. El otro se mantuvo a unos metros, vacilante, su cuerpo estaba rígido pero su cabeza no paraba de moverse a ambos lados de la calle. Automáticamente y como acto reflejo, levanté mi iPhone y se lo lancé temblorosa, entendiendo que el dispositivo, cuyo valor ascendía a 4 cifras, era lo que andaban buscando. Para mi sorpresa, ninguno de los dos chicos hizo gesto alguno de recoger el teléfono, por lo que inevitablemente cayó al suelo, rompiéndose.
Entonces, el chico de los ojos verdes gritó, “la mascarilla o la vida, hija de puta”, se acercó súbitamente y me cogió fuertemente, inmovilizándome. El otro joven aprovechó para arrancarme la mascarilla de la cara.
De pronto, comencé a reír, elevando cada vez más el tono de mi carcajada a medida que tomaba consciencia de lo que acaba de suceder. Extrañado y asustado por mi reacción, el más joven salió corriendo con el botín en las manos. Al mismo tiempo, el chico de ojos verdes que me sujetaba fuertemente, me miró a los ojos y comprendiéndolo todo, empezó a llorar en silencio: era la primera vez en muchísimos meses que ambos volvíamos a abrazar a alguien. Fundidos en ese abrazo comprendimos que, este virus con corona nos había desprovisto de lo más importante que antes teníamos... el contacto humano. Y a su vez, nos había hecho entender que ni el tiempo, ni el dinero sirven de nada, si no puedes compartirlo con todas aquellas personas a las que realmente amas.
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